miércoles, 22 de junio de 2011

Verano

Entonces tenía sentido. Y hoy también. O no. Depende. Entonces nos vestíamos con un traje distinto, igual de limpio pero infinitamente menos funcional y simplemente con ello parecíamos diferentes. Las mismas caras sobre colores distintos eran un estupefaciente suficiente para entender que aquel día era especial. Las sonrisas se perfilaban con algo menos de rigidez incluso en aquellos que tenían la obligación administrativa de velar por la alimentación de nuestro criterio. Nunca se llegaba al final. A media mañana subía el ruido y cuando no era una fiesta programada era la simple inercia de la euforia estival la que nos hacía salir al mundo con hambre de vivir  a toda costa. Como si fuese la última jornada del planeta tierra.

Hoy todo eso sigue ocurriendo pero no en el interior de los personajes que involuntariamente configuran ahora mi vodevil. En ese abstracto campo de batalla dónde pasamos el día alejados de las labores de nuestro cuerpo. Hoy el desayuno sabía exactamente igual. Hoy la gente tenía la misma cara de reptiles acomplejados que se arrastran hacia el abrevadero. Hoy todos contaban en monedas las miserias del tiempo. Hoy no quedaban criaturas infantiles por la carretera. Ni siquiera por dentro. Ni siquiera en ese abstracto campo de batalla dónde pasamos el día alejados de las labores de nuestro cuerpo.

Pero está aquí y prefiero recordarlo. Prefiero ser consciente. Yo no soy ellos. Prefiero agarrarme con fuerza a esos recuerdos que si los abrazas con fuerza te tejan su perfume en la ropa durante horas y horas de anodina normalidad. ¿Qué importa lo que hagan mis extremidades sin en el fondo me da igual? ¿Qué importa a dónde miren mis ojos si en realidad no están mirando ahí? ¿Qué importa si mi rostro muestra felicidad o tristeza cuando la verdad sólo la conozco yo y no está ahí ni al alcance de cualquiera?

El verano ya está aquí.

miércoles, 8 de junio de 2011

Libros

Las nubes se retorcían de disgusto esparciendo luz grisácea por todas las grietas de la vida pero a mí me gustaba. El cálido ruido de la sensación de placidez, los pasos firmes sobre caminos sin vehículos, la música conocida de gente pasando el tiempo y mí búsqueda desenfrenada entre los rincones de los lugares ocultos que no lo son me hacían sentir bien. Libros y más libros. Historias, recetas, pensamientos, alegrías y estupideces. Libros y más libros. Sensaciones, temores, exageraciones, arrogancias, invenciones, dibujos y arrogante sarcasmo. Libros y más libros.

Un señor de sombrero dibujaba eses entre estiletes imaginaros sumido en esa pegajosa sensación de velocidad de la que ya no puede prescindir. Una señora miraba a los zapatos de sus niñas de forma consciente pero sabiendo inconscientemente de que no había nada de su interés por encima de aquella línea imaginaria que ella misma había trazado. Un muy pequeño lector discutía amargamente pero con infinito encanto con su progenitor sobre la cantidad y calidad de los artefactos de lectura que llevaba en su bolsa. Una pareja de recién adolescentes se besaban inconscientes de espaldas a todo el mundo mientras un impertérrito y venerable anciano posaba con fervor su vista en una reciente edición de aquel libro que de forma indirecta hablaba ya entonces de su vida.

Y así, mientras me enjuagaba la vista y los sentidos decorando mi fructuosa búsqueda de clásicos indie de la novela negra, amargas postales de las cloacas del país que gobierna el mundo o retorcidos ensayos sobre la soledad humana, así, entre gentes de paseo e intelectuales de nuevo cuño, entre libros que jamás serán abiertos y encuadernadas estupideces que serán devoradas por anónimos devoradores de estupidez, entre comentarios poliédricos sobre el tamaño físico de un ensayo o el tamaño figurado de un borrón, así, me di cuenta de que no estaba solo.