jueves, 2 de septiembre de 2010

Laussane

No sé que esperaba encontrar entonces pero como cualquier pérdida de virginidad pretendía que fuese especial. Los mapas de mi libro de geografía separaba los países por colores y hubiese sido una buena forma de resaltar el momento justo en el que por primera vez posas tus pies en un país extranjero bañándote en otro color distinto de aire.

Pero no ocurrió así. Suiza parecía tener el mismo color que España. Ninguna pátina de color rojo (que era el que tenía mi libro de historia) y nada reseñable tampoco en los árboles, el aire o las farolas que vivían sobre las aceras. Ni siquiera la gente que anónimamente andaba solitaria por las calles parecía especialmente diferente. No resultó decepcionante sin embargo. Para nada. No me daba cuenta.

Monté en el autobús sin tener que hablar con nadie y mientras veía alejarse la estación de tren que había supuesto mi puerta de entrada al país neutral por excelencia escuché sin darme cuenta las que serían mis primeras palabras escuchadas con los pies en un país extranjero.

Tenían acento gallego. No era mi cerebro, fue la inmigración. Sus padres de Orense no querían que su nieto suizo perdiera el idioma. A Ella le hizo más ilusión que a mí que nos encontráramos para hablar durante dos estaciones.

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