jueves, 9 de septiembre de 2010

Selçuk

Aquellos magníficos días en la Turquía profunda me habían hecho aficionarme realmente al café turco. Ese ritual místico y sociológico que consiste en dejar decantar los posos de un denso, oscuro y delicioso polvo mientras te permites observar el paso de la vida. Una tarde, en un mercadillo callejero del centro de Selçuk me vi regateando con un nativo por una bolsa que contenía uno de los cafés con mejor aroma de entre los que he probado en toda mi vida pero resultó que cuando me hice con ella por un módico precio (ya el precio oficial era módico pero no podía evitar la preciosa musiquilla del regateo en cualquier bazar turco) me di cuenta de que no sabía cómo se prepara ese tipo de café.

La única persona con la que había conseguido hablar en inglés en aquella ciudad era el dueño de nuestro albergue, un ingeniero químico al que la eterna crisis en su país lo había sacudido hasta tener que reinventarse a si mismo. A la mañana siguiente le pregunté amablemente si podía explicarme como preparar aquello y su respuesta fue una pregunta: ¿Qué planes tenía yo para aquella noche? Así a priori ninguno contesté yo. “Entonces te invito a cenar y te enseño como se hace”.

Cualquier ciudad es bonita vista desde arriba en una azotea iluminada con luz tenue. Selçuk también. Aquellos kebabs, ensaladas y platos que no he vuelto a ver nunca con el viento de la primavera en la frente, un sinuosa música oriental en el aire y toda la ciudad abrigándome es uno de los mejores recuerdos que me llevaré a la tumba.

Allí fue dónde me enseñaron a preparar el café turco.

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