jueves, 16 de septiembre de 2010

Tijuana

No me sorprendía la disparidad de público. Estoy acostumbrado a estas cosas. Unos se encuentran impertérritos, solitarios, aburridos y anclados a las barra del bar como si nada de lo que ocurre a sus espaldas fuese con ellos. Otros están allí, departiendo amigablemente entre gritos difícilmente codificables con el puñado de gente con el que han venido a departir sin que tampoco tengan especial interés en lo que ocurre alrededor. Tan sólo un nutrido puñado de valientes ataviados con ropa y pensamientos que les hacen estar desubicados en un lugar público se dispone a prestar atención al grupo musical sobre el escenario.

Conozco esos sitios porque existen muy cerca de mi casa. No tengo que cruzar el océano atlántico para verlos. Ni siquiera son muy diferentes en apariencia de aquel extraño garito a poca distancia da mítica avenida Revolución. Sitios donde la música en directo se diferencia muy poco de la música grabada que a la postre no es más que un mero ruido de fondo que pueda disimular el silencio.

Lo raro de aquel sitio eran loss otros. Esos que entraban por la puerta y no se paraban en la barra a beber, ni cerca de ella a platicar con el respetable. Ni siquiera se paraban delante del escenario a escuchar al grupo. Entraban y seguían su decidido camino hacia el lado contrario del local hasta que encontraban una puerta en el fondo por la que salían con el mismo sigilo con el que habían entrado. No fueron uno ni dos. Eran un grupo tan notable y numeroso como todos los demás.

Al acabar el concierto mi curiosidad me llevó a descubrir lo que había al otro lado de la puerta del fondo. Un largo pasillo decorado en rojo y bañado en roja luz te llevaba hacía un sinfín de otras puertas aparentemente iguales. En el pasillo encontré a una chica de tez oscura, rasgos indígenas y bastantes kilos de más para su edad que usaba un minúsculo tanga como único abrigo.

Sin abrir la boca lo dijo todo con su mirada. Mi mirada también le dijo todo. No necesité entrar más adentro.

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