jueves, 4 de noviembre de 2010

Tirgu Mures

Siempre me lo había imaginado muy frío pero no hacía frío. Hacía sol en realidad. El camino desde el minúsculo aeropuerto le hacía a uno retrotraerse a los años más primitivos de la infancia cuando los coches eran muchos menos sofisticados (si es que eran), el asfalto de las carreteras no estaba limitado y se confundía con el campo limítrofe y el paisaje parecía congelado en los años 70. En la ciudad no era tan evidente el efecto.

Siempre me había imaginado montañas, castillos, pinos altísimos, oscuridad, penumbra y misterio en el país de los vampiros pero aquel bulevar no era muy diferente de cualquier que uno puede encontrar en Albacete. En algún lado estaría todo aquello pero no lo veía. Ni siquiera uno era capaz de distinguir a los húngaros de entre los que paseaban por la calle. Ni siquiera escuchándoles hablar. Ellos si se distinguían entre “ellos”. Yo no. Lo mismo eso explica un montón de cosas.

Siempre me había imaginado que las calles en Rumanía estaban llenas de ese tipo de gitanos que en la plastificada Europa Occidental asociamos eufemísticamente como “rumano” pero la verdad es que apenas fui capaz de ver alguno en tres días y el que vi (la que vi, realmente) apareció cuando estábamos parados en la puerta del mejor hotel a muchos kilómetros a la redonda. Le comenté a mi anfitrión nativo que estaba convencido de que su país tenía un... ¿“problema”? con la minoría romaní pero el sardónicamente me dijo que no. “que ya no”, dijo exactamente. “El problema ahora lo tenéis vosotros en vuestro país”.

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