jueves, 10 de marzo de 2011

Al-khobar

Serían las tres de la tarde y el mítico y ardiente sol de la península arábiga estaba en todo lo alto pero la ciudad parecía desierta y valga la redundancia. Era difícil apagar la sensación de ser el único ser sobre la faz de la tierra que volvía de trabajar y no descarto que lo fuera aquel furibundo domingo de invierno. El inmenso coche que conducía con presteza se deslizaba tranquilo y solitario primero recto por Dhahran Road y después a la izquierda por la deslumbrante Corniche. Las tiendas occidentales de aquella parte de la ciudad al frente del mar estaban cerradas desde la noche anterior y parecían un decorado en cartón piedra para una película de persecuciones localizada en alguna ciudad americana de tufo turístico. Llevaba horas y horas de pie calculando en solitario, hablando con eco y comiendo alimentos fríos en la soledad de mi despacho con las persianas bajadas para que nadie pudiese verme pero eso es lo que tiene el Ramadán.

A las dos de la mañana era ya hora punta y las calles destilaban humanidad por todos sus poros. Miles y miles de personas regateaban la siguiente compra, entrando y saliendo de unas calles vestidas de humo y perfumadas en especia. A un lado de Dhahram Road las tiendas de siempre, con sus marroquinerías, sus joyas, sus textiles y sus restaurantes. Al otro lado las mismas tiendas pero habitadas por indios de la india y pakistaníes. Trajes verdes de corte occidental y saris en blanco y negro. Corbatas decoradas con vacas y elefantes junto a carísimos pañuelos de seda para ocultar la cabeza. Al fondo una inmensa pantalla de plasma echaba un partido de fútbol europeo en diferido.

A las dos y cuarto de la mañana me graduaron la vista. A las tres y media de la mañana salía con mis gafas Calvin Klein sobre mi nariz. Para mí era hora de volver a casa. Para el resto todavía no.

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