jueves, 31 de marzo de 2011

Tokio

Desde luego contrastaba con la apabullante presencia de de Shinjuku pero era de hecho el mismo barrio. Minutos antes, nada más salir del tren, estaba dándome un chapuzón de brillo entre las infinitas luces de neón que marcaban el relieve de una atmosfera preciosa, precisa y agobiante. Era la maravillosa, brutal y tímida inmensidad de la noche de Tokio. Miles de carteles imposibles teñidos en imposibles colores fluorescentes que cegaban la pereza. Miles de mentes oscuras y educadas deambulando como un anárquico enjambre ordenado. Miles de ojos, miles de voluntades, miles de tendencias fascinantes y confundidas que se mezclaban para crear la única voluntad presente: la propia ciudad.

Minutos después seguía estando en Shinjuku pero dentro de ese anacrónico reducto en mitad de la selva que los japoneses denominan Golden-gai. La curiosidad me llevaba ese micro universo de cientos de minúsculos bares enanos plantados en vetustos edificios de dos plantas que se hacinan entre calles por las que es imposible cruzarse con otra persona. Decían que la clientela era local y podía ser hostil. Decían que había bares en los que sólo podían entrar seis o siete personas contando el camarero. Era verdad.

Enero, frío, oscuro, vacío… ¿qué hacer? Muchas puertas y pocas indicaciones. ¿Dónde entrar? Mucha oscuridad y poco ruido. Tan sólo el rumor de la monstruosa ciudad adyacente disipaba el mágico espíritu que se respiraba en aquel lugar de fantasía, digno tanto de una novela negra como de un terrorífico videojuego. ¿Qué hacer? ¿Valía la pena? ¿Qué podía pasar?

Entonces apareció en la segunda planta de uno de los edificios un cartel que decía “The Who” sobre una diana de colores británicos y la sensación de que aquello no podía fallar se instaló en el subconsciente. Y no falló. El sonriente camarero, su amigo DJ y dos personas más llenábamos el local. Bailábamos, reíamos, bebíamos cerveza japonesa y escuchábamos j-powerpop sin realmente llegarnos a entendernos unos con otros con las palabras pero conectando sin fisuras con la mirada. No había rincones ni posibilidad de intimidad al uso. Todo era intimidad. Abrías la puerta y sin entrar ya lo tenías todo. El universo.

Japón no dejaba de sorprenderme.

Jamás dejará de hacerlo.

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