viernes, 29 de abril de 2011

Oporto

La gente que tarda muchos años en aprender a nadar o en ver el mar o como en mi caso viajar al extranjero tiende a fabricar de forma involuntaria curiosos fantasmas de terciopelo que con inocencia virgen se trasladan desde la imaginación infantil a la enajenación adolescente. Por alguna razón mi fantasma esperaba un cambio de color al atravesar la frontera conocida pero yo no era capaz de notar diferencia alguna en aquellas preciosas murallas plagadas de gente en Valença do Minho.

Tampoco en las carreteras que nos adentraban en terreno Portugués. El aire era el mismo, el color del cielo era igual, los coches tenían los mismos colores y las miradas de los que sujetaban el volante también. Oporto no. Oporto era distinto. Esa grandeza intimidatoria que provocan los sitios en los que hablan un idioma distinto al tuyo que no conoces se mezclaba de forma determinante con las vetusta belleza de unas ajadas casas que se colgaban como podían en rededor de ese río que un poco más arriba parecía de la familia.

Mi madre, precavida ella, había llenado los bolsillos de exóticos “Escudos” que habían llegado impolutos hasta la ciudad del Duero. Escudos que volvieron prácticamente impolutos de vuelta a la madre patria. Una romántica Coca-Cola desde lo alto de la rivera fue todo nuestro aporte en moneda extranjera al país vecino. No hizo falta más. La incapacidad para comunicarse con los nativos, los nervios de los primerizos, los agobios del que se siente perdido, la ingenuidad del que se siente inseguro hizo que contra pronóstico y en contra de mi voluntad aquella misma noche durmiésemos en la provincia de Ávila.

Oporto fue el inicio de una larga y querida lista. Nunca he vuelto, pero no sabría explicar la razón.

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