miércoles, 25 de mayo de 2011

Qué

Qué difícil es dejar de escuchar, dejar de sentir, dejar de ver. Qué humillante es salir a la calle con el traje que tú sólo has elegido sin tener que echar la vista atrás, justificar el sombrero, doblar la solapa o directamente recurrir al calor para cambiar de camiseta. Qué triste es vagar por la inmensidad de lo minúsculo tratando de tocar el borde sin tocarlo, de mirar hacia afuera teniendo que comer dentro, de mear adentro pensando que estás fuera y por ello acabar mojándote a ti mismo. Que lamentable es tener que andar sin tener ningún sitio a dónde ir, sin tener ninguna meta a la que querer llegar. Qué estúpido es sonreír por sorpresas que no has pedido y que además no son sorpresas. Qué inquietante es esperar regalos solamente de uno mismo. Qué humillante es descubrir que las emociones se reducen a mediocridades que en su día veías a través de cristales sucios como si estuvieran expuestos en un petulante museo para extranjeros. Qué aburrido es aburrirse.

Es dolorosamente fácil elucubrar sobre la realidad poliédrica cuando tienes la costumbre de vivir cobijado en la curva de Gauss de la seguridad, del 50% bajo el pico que con salud, dinero y amor que te permiten tomarte el lujo de ir a los exóticos extremos de vacaciones. Pero el techado del 50% se cae tarde o temprano gracias al inevitable traspié de la salud, del dinero o del amor o de lo que sea que irremediablemente llega para desnudarnos a todos. Entonces hay que retratarse y apencar con el tramo que verdaderamente te toca. Apeste o no. Encaje o no. Duela o no duela. Un tramo que se irá estrechando hasta dejarte a la luz de los focos de la indefensión. Perdido. Absurdo. Aburrido. Irrecuperable. Abandonado.

Qué terrible es hablar con uno mismo.

jueves, 12 de mayo de 2011

Bratislava

El agua era de tomos parduzcos. Sin glamour, sin brillantez. Agua a secas. Mucha pero agua. La misma agua que unos años antes había marcado un máximo histórico en las inundadas calles de Bratislava como bien indicaba una señal homenaje en una pared del centro. El moderno puente que cruzaba el Danubio contrastaba con el modesto traje post-comunista de una ciudad que despertaba al mundo conocido pero que lo hacía de espaldas a las veleidades del turismo. Al otro lado del Danubio una vergel salvaje sin cuidado ni ciencia. Una cabaña de maderas, cerveza y muchos jóvenes comunicándose entre estridentes ruidos de rock duro que salían de un improvisado y potente equipo de música con los tonos de bajo desatados.

El recorrido era todos los días muy parecido desde la residencia de estudiantes hasta la estación del tren. El objetivo era la intolerante y soberbia Viena pero el corazón se quedaba todos los días en casa. En Bratislava. Un sitio extraño para sufrir una infección bucal pero un sitio cinematográficamente perfecto para hacerlo. Gente encantadora, trato exquisito, solución rápida y gratuita, crisol de anécdota infinita para el resto de tus días. ¿Qué español sin seguro se ha puesto enfermo en el primer año de vida de la República de Eslovaquia?

Y como centro telúrico, como referencia, el restaurante. El sitio cuya única camarera era una réplica ajada de la mítica Jenifer Rush. El sitio que podía estar totalmente vacío o totalmente lleno en cuestión de horas. El sitio que nunca recordaré como descubrimos pero al que siempre fuimos fieles. El sitio en el que jamás entendimos una sola palabra de lo que decía el menú y en el que comimos cosas que nunca sabremos lo que eran. “Polievka” decíamos convencidos de que aquello era sopa de pollo. No. Polievka era sopa, a secas. ¿” Pečeň”? (léase “pechen”) preguntamos con ingenuidad. Jenifer se echó la mano a su contundente seno moviéndolo tímidamente hacia arriba. Pegucha, pensamos enseguida. No.

No reparamos entonces en los efectos del tiempo y en que la contundencia e historia de los pechos de Jeniffer hacían que los mismos escondiesen todo lo que había debajo. Hígado. Pečeň era Hígado. No recuerdo quién tuvo que comérselo.