miércoles, 25 de mayo de 2011

Qué

Qué difícil es dejar de escuchar, dejar de sentir, dejar de ver. Qué humillante es salir a la calle con el traje que tú sólo has elegido sin tener que echar la vista atrás, justificar el sombrero, doblar la solapa o directamente recurrir al calor para cambiar de camiseta. Qué triste es vagar por la inmensidad de lo minúsculo tratando de tocar el borde sin tocarlo, de mirar hacia afuera teniendo que comer dentro, de mear adentro pensando que estás fuera y por ello acabar mojándote a ti mismo. Que lamentable es tener que andar sin tener ningún sitio a dónde ir, sin tener ninguna meta a la que querer llegar. Qué estúpido es sonreír por sorpresas que no has pedido y que además no son sorpresas. Qué inquietante es esperar regalos solamente de uno mismo. Qué humillante es descubrir que las emociones se reducen a mediocridades que en su día veías a través de cristales sucios como si estuvieran expuestos en un petulante museo para extranjeros. Qué aburrido es aburrirse.

Es dolorosamente fácil elucubrar sobre la realidad poliédrica cuando tienes la costumbre de vivir cobijado en la curva de Gauss de la seguridad, del 50% bajo el pico que con salud, dinero y amor que te permiten tomarte el lujo de ir a los exóticos extremos de vacaciones. Pero el techado del 50% se cae tarde o temprano gracias al inevitable traspié de la salud, del dinero o del amor o de lo que sea que irremediablemente llega para desnudarnos a todos. Entonces hay que retratarse y apencar con el tramo que verdaderamente te toca. Apeste o no. Encaje o no. Duela o no duela. Un tramo que se irá estrechando hasta dejarte a la luz de los focos de la indefensión. Perdido. Absurdo. Aburrido. Irrecuperable. Abandonado.

Qué terrible es hablar con uno mismo.

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