viernes, 26 de agosto de 2011

Playa

Asumida la imposibilidad de evitar las molestas incrustaciones clavadas en las rendijas de mi piel entendí que la idea era dejarse llevar. Y lo hice. Y pude torcer el gesto. Sonar la cabeza, retorcer el pasado, triturar el futuro. Y pude enfadarme, pensar, sufrir, callar, mirar, soñar, llorar en silencio. Y pude sonreír más por fuera que por dentro. La idea era dejarse llevar, ¿no? Mí recién estrenada transparencia sedimentaba así en la única conciencia para la cual aquello en efecto era un problema. La mía. Utilicé mi mochila de espacio-tiempo para masajear demonios y limpiar recuerdos. Para sufrir por lo sufrido y sufrir por lo que está por sufrir. Para respirar en silencio, esa nueva religión.

Entonces vi que no todo era soberbia, estupidez y mediocridad. Mezclado entre la bruma se podía adivinar talento. Valor. Verosimilitud. Obscenamente a la vista se podía oler la insultante juventud de la felicidad y la no menos insultante felicidad de la juventud. En forma de mirada o en forma de sonrisa. Con el aspecto de un paseo o sonando a lectura. Solo o acompañado. Allí estaba. Grandes y pequeños. Un totum revolutum de mucha patata y poca carne pero carne que parecía merecer la pena. Vi azules nunca vistos que pasaban desapercibidos. Vi frustraciones envueltas en ostentación y miserias expuestas al escarnio. Vi colores imposibles entre restos de basura. Bodegones extravagantes de soledad compactada coronados por un sorprendente y minúsculo detalle que finalmente si merecía la pena. Torres y demonios. Salitre y cemento. Vida.

Me dejé llevar. Abrí los sentidos y cerré la razón. Sellé los labios y aparque el incómodo sentimiento creciente que venía desde el interior. Guarde los miedos entre cometas que cada día dibujaban la sencilla perfección. Dejé el disfraz como estaba, con sus manchas de lamento y los rotos que tímidamente dejaban entrever la realidad. Al fin y al cabo nadie te mira en la playa.