lunes, 5 de septiembre de 2011

Anónimo

La gracia de usar careta era esconderse detrás. Sudar las miserias con el perfume de otro. Gritar los demonios a través de afilados dientes que aun siendo de uno, aparecían como irreconocibles. La gracia estaba en la gracia. En el hedonismo. En el puro placer de pensar. De sentir. De hablar. La nueva luz tapaba las aristas de una vida gris no como sucedáneo de la irresponsabilidad sino como remedio casero para quitar figuras de atrezzo en el reparto. La idea de fondo perseguía enfocar el cuadro sin la presencia de elementos reales que por muy reales que fueran solamente provocarían ruido.

Llegaron enseguida las veleidades de la zambullida. El ética entrópica de las guerras de sabandijas en las que gana el más fuerte. Los puños de caramelo y la desazón cardiaca del saberse tocado. Las meninges erosionadas a base de un último esfuerzo en horarios destinados al reposo del alma. Aparecieron brotes de realización arbitraria y extraña que se mezclaba con el absoluto desprecio de la sociedad que debería alimentarte el alma. Dimes y diretes. Blancos y negros. Éxitos y fracasos. Cimas y sismos. Vida encapsulada en pastillas de vetusta sensación.

Pero hasta el elixir de los dioses cansa cuando el equilibrio se rompe. Cuando el peso es tan intenso que empiezas a cuestionar el sentido a estar sujetando la pesa. Cuando empiezas a recordar el concepto de remuneración, de justica o de inteligencia poética. Aparecen entonces los sentimientos de renuncia y las listas contables sobre los beneficios épicos de abandonar la causa. Y es entonces cuando reparas en que al fin y al cabo eres anónimo.

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