jueves, 20 de enero de 2011

Paris

El sitio era pequeño y olía a te. Hoy sería incapaz de llegar y no creo que mis pies vuelvan a pisar nunca más en mi vida aquel distrito. Recién llegado por primera vez a ese precioso universo crecido al albor de la antigua Lutecia, perdido ante la inmensidad de la inmensidad, aturdido por un extraño lenguaje que parecía incluso más extraño fuero de los libros y absolutamente desorientado tras varios transbordos por aquella red infinita de metro, mis ojos contemplaban a un señor de tez tostada y sudorosa cuyo pelo zaíno se sujetaba de forma zafia sujeto en lo alto gracias una suculenta mezcla de sudor y gomina. Sus ojos almendrados, bastante más despiertos que los míos, miraban fijamente una especie de libro de cuentas mientras fumaba un denso tabaco ácido. A pesar del humo olía a te.

Nada más entrar, el mostrador de la supuesta recepción estaba ocupado por una extraña pareja multirracial que no acerté a ver con exactitud ya que pocos segundos después desaparecía escaleras arriba. Aquel franco-magrebí de tercera generación que hacía las veces de recepcionista nos había pedido amablemente que ocupáramos un desvencijado sillón rojo que se apoyaba contra la pared de la infinitesimal recepción mientras preparaba nuestra solicitud de alojamiento. Hacía diez minutos de ello. A los quince minutos uno de mis acompañantes se atrevió a decir: “un probléme?”. “Pas de probléme” contestó con una sonrisa profesional. “¿Quieres un té?”, nos dijo en su perfecto francés.

Pasados los veinte minutos bajó por las mismas escaleras la misma pareja multirracial. Esta vez si tuve oportunidad de ver rostro joven y satisfecho de un veinteañero de aspecto argelino y el taciturno y triste rostro de una muchacha oriental. “En un minuto tengo preparada vuestra habitación”, nos dijo por fin nuestro anfitrión. “¿De verdad que no queréis un te?”

0 comentarios: