
La única persona con la que había conseguido hablar en inglés en aquella ciudad era el dueño de nuestro albergue, un ingeniero químico al que la eterna crisis en su país lo había sacudido hasta tener que reinventarse a si mismo. A la mañana siguiente le pregunté amablemente si podía explicarme como preparar aquello y su respuesta fue una pregunta: ¿Qué planes tenía yo para aquella noche? Así a priori ninguno contesté yo. “Entonces te invito a cenar y te enseño como se hace”.
Cualquier ciudad es bonita vista desde arriba en una azotea iluminada con luz tenue. Selçuk también. Aquellos kebabs, ensaladas y platos que no he vuelto a ver nunca con el viento de la primavera en la frente, un sinuosa música oriental en el aire y toda la ciudad abrigándome es uno de los mejores recuerdos que me llevaré a la tumba.
Allí fue dónde me enseñaron a preparar el café turco.
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